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Un país bipolar

El ejercicio de comprender a Colombia, su comportamiento, su complejidad ante tantas contradicciones, antagonismos y polarizaciones, no es para nada fácil. Sería apropiado asemejarlo con el trastorno afectivo “bipolar.”

Angélica Raigoso Rubio
17 de diciembre de 2020

Suponer que Colombia, después de toda la calamidad global ocasionada por la pandemia de la covid-19, iba a salir avante, renovada y fortalecida, es una posibilidad que debe ser observada con escepticismo, ya que las situaciones críticas también pueden empujar a una sociedad al cansancio, el debilitamiento y el potencial colapso. Situación que hemos visto con dolor en varios lugares del mundo. Cuando las estructuras políticas, socioeconómicas y el tejido social mismo se fracturan, sobreviene una situación grave y temible. Afortunadamente, Colombia no ha llegado a una crisis profunda hasta ahora y ojalá nunca suceda.

El ejercicio de comprender a Colombia, su comportamiento, su complejidad ante tantas contradicciones, antagonismos y polarizaciones, no es para nada fácil. Sería apropiado asemejarlo con el trastorno afectivo “bipolar.” Claramente se puede ver un paralelismo con dicho trastorno, que se caracteriza por los estados emocionales extremos, donde se pasa de la energía excesiva y la euforia a la depresión, con cambios bruscos en el estado de ánimo de un extremo a otro. Y son precisamente estas características del trastorno bipolar las que me inspiran a relacionarlo con lo que pasa actualmente en Colombia, debido a la tendencia que se observa en el país a salir de la estabilidad y el entrar en recurrentes crisis sociales, políticas y económicas: síntomas que permiten que la comparación sea posible.

Colombia es un país que anhela la paz profundamente, pero que al mismo tiempo es una sociedad que muchas veces decide utilizar la violencia como medio de resolución de muchos conflictos; las ironías, las calumnias, la descalificación de quien piensa diferente, la estigmatización, el odio en las redes y los medios, y finalmente haciendo trizas nuestro anhelo de paz. Incluso creemos que la guerra simbólica y verbal contra quienes piensan diferente traerá una especie de pacificación o aniquilación de nuestros contradictores y luego vendrá la paz; pero la historia nos ha mostrado que es una idea absolutamente delirante, puesto que no se llega a la paz por los senderos del odio.

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En el ámbito de la salud también se anhela apostarle a los procesos de inclusión social con enfoque diferencial, para la creación de políticas públicas en planes, proyectos y programas de atención e intervención, y para eliminar las situaciones de discriminación y marginación existentes en nuestro país. Pero la realidad es algo triste, porque cuando se revisan muchos de los resultados alcanzados en los territorios y grupos más vulnerados, se deja ver que mucho queda en palabras, leyes y buenas intenciones.

Este país también anhela que la justicia sea efectiva, imparcial y transparente, pero al mismo tiempo se ve cómo la justicia en muchas ocasiones es manipulada por diversos actores y grupos para favorecer intereses individuales o de grupos, por encima del sagrado bien común. Existen miles de artimañas judiciales para favorecer, en muchos casos, a unos pocos; así se genera una sensación de desconcierto y desprotección para muchos. Incluso clamamos justicia cuando se acomoda a nuestros intereses, pero la rechazamos cuando no está acorde con nuestras intenciones: pensar en el bien común es un acto heroico que a veces olvidamos conservar.

Obviamente, en Colombia se habla de inclusión social laboral. Empresas, gremios e instituciones gubernamentales reconocen beneficios y ventajas en sus negocios, ideas y líneas de acción al apostarle a la inclusión social de minorías étnicas en cargos de alto perfil. Pero al mismo tiempo los reportes de investigaciones, y solo por citar un ejemplo, el del Centro Nacional de Consultoría, realizado en 2014, con el objetivo de conocer cuál era la situación real de las minorías étnicas en el sector productivo de Colombia, arrojó muy claramente otro panorama: a nivel de cargos de alta gerencia, el 62 % de los empleados son blancos, el 30 % son mestizos, un 6 % son afrocolombianos y solo un 1 % son indígenas.

Vale la pena pensar que muchos de los antagonismos ideológicos y políticos están polarizados: la extrema pobreza y la extrema riqueza en una misma ciudad por qué no decir en un mismo barrio, la desbordada desigualdad de los derechos de algunas personas que no les permiten vivir tranquilos por lo que son o lo que hacen, cuando al mismo tiempo existe una solapada posición de favorecer a algunos círculos sociales, permitiéndoles a estos vivir y disfrutar de la vida a sus “anchas panchas” son de los aspectos que convierten a este país en oscilante y de extremos.

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Y allí estamos otra vez, en el marco de los contrastes que caracterizan la bipolaridad de Colombia desestabilizada e inestable–, donde la degradación socioeconómica en una parte del país ha traído consecuencias visibles en áreas de desempleo, pobreza, violencia y criminalidad, poniendo de relieve la existencia de una abultada “deuda social” y una calidad de vida deteriorada para muchos colombianos. Pero al mismo tiempo, esta “deuda social” ha favorecido, empoderado y enriquecido a otros... a una pequeña élite.

Ante este panorama me surge la pregunta: ¿es esta dicotomía que vivimos en Colombia una fuerza útil y provechosa para el mejoramiento de la calidad de vida en la sociedad o todo lo contrario?

Pregunta que yo no pretendo responder, pero que probablemente sí nos invita a todos a pensar en los grandes desafíos que Colombia tendrá que asumir. Sin duda, el país está pidiendo a gritos desde hace mucho tiempo soluciones a esta existente y notoria “deuda social”. Y amerita pensar que al momento de dar soluciones se debe partir de las demandas específicas y reales de la población, tales como: seguridad pública, justicia, educación, empleo y programas de salud. Porque si se pretende prevenir una crisis profunda en el país y evitar el colapso, probablemente esos son algunos de los pilares que ayudan a contrarrestar la inestabilidad e inyectan estilos de vida saludables, balanceados y seguros, facilitando el florecimiento individual y, a su vez, acercando a la sociedad a un punto de equilibrio que combata la bipolaridad.